por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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.Tolerante es el que deja a los demás ser lo que son y como son. Más aún, tolerante de verdad es el que anima y ayuda a los demás a que sean como son. Por tanto, tolerante es el que no pretende que los demás cambien. Y, menos aún, intenta que los otros piensen como él piensa o que se comporten como él se comporta. Tolerante, en consecuencia, es el que jamás echa en cara nada a nadie. El que no reprende nunca. Y, por supuesto, el que jamás ejerce violencia alguna contra nadie, sea quien sea.
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Pensemos, por un momento, que esto fuera posible. Y que la vida y la convivencia fueran así. Si realmente tal cosa ocurriera, nos encontraríamos con la indecible sorpresa de un mundo sin violencia, en el que nadie reprocharía nada a nadie y, menos aún, en el que nadie ejercería violencia contra los demás. Un mundo en el que nadie hablaría mal de los otros. Y en el que nadie tendría que fingir, disimular o mentir. Cada cual sería el que es y como le gusta ser, sin tener que justificarse o dar explicaciones. En un mundo así, todos nos sentiríamos seguros, en paz con nosotros mismos y con los demás. De forma que la convivencia sería algo así como el retorno al paraíso perdido, el paraíso del que fueron expulsados Adán y Eva, los padres míticos de los que habla el mito del libro del Génesis.
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Lo que ocurre es que ese mito, como todos los mitos auténticos, tiene la virtualidad de ponernos los pies en el suelo y nos dice cómo es la vida y, sobre todo, cómo es la condición humana. El mito del capítulo tres del Génesis deja bien claro que este mundo no es, ni puede ser, un paraíso. Porque la tentación de "ser como dioses" (Gen III, 5) acarrea la pérdida de la condición paradisiaca y la consiguiente deshumanización. De ahí, entre otras cosas, la rivalidad y la intolerancia, como queda petente en el capítulo siguiente del Génesis con el mito de Caín y Abel (Gen IV), que explica las causas de la intolerancia y la violencia. Abel era pastor, Caín era labrador (Gen IV, 2). Dos culturas distintas, la cultura pastoril, cultura de pueblos nómadas, y la cultura de los países agrarios, cultura de pueblos sedentarios. Si es cierto que con la agricultura nació la civilización, el mito de Caín y Abel es el relato que prueba cómo el proceso del que surge la civilización prueba que la evolución tecnológica y la evolución social pueden disociarse y avanzar en sentido contrario, la primera como progreso, la otra como degradación (María Daraky). Sin dar explicación alguna, el Génesis dice que el Señor aceptó la ofrenda de Abel y rechazó la de Caín (Gen IV, 4 y s). El Señor rechaza una civilización que produce los privilegiados del progreso (representados en Caín) y acepta a los excluidos de la degradación (simbolizados en Abel). Por eso el Señor prefirió a Abel. El mito hace bien en preferir a Abel. Pero hace mal al establecer la diferencia entre los elegidos y los excluidos. Porque toda elección lleva consigo una exclusión. Y el que se siente excluido, por eso mismo se siente irritado (Gen IV, 5). En eso está la clave de la intolerancia y la violencia. El que se ve a sí mismo como el elegido, se siente superior, lo que desencadena en el excluido la rivalidad, la envidia, el resentimiento. Es decir, la intolerancia es la raíz de la violencia.
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Hay cuatro fuentes inagotables de intolerancia:
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1) La intolerancia cultural, propia de los pueblos que se sienten superiores, que miran a los demás como los excluidos. El "eurocentrismo", que ha pretendido imponer la cultura occidental en continentes enteros, ha sido una de las causas de exclusión y, por eso, de intolerancia humillante y de xenofobia ante otras culturas.
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2) La intolerancia religiosa, que caracteriza a las religiones monoteístas. Israel se vio a sí mismo como el "pueblo elegido", preferido por Dios sobre todos los pueblos. De ahí la exclusión de los demás y la consiguiente intolerancia. Una intolerancia que pasó del judaísmo al cristianismo desde el momento en que la Iglesia se sintió con el derecho de usurpar el título de "pueblo de Dios", suplantando al Israel bíblico y apropiándose los privilegios de la "alianza" y la "elección". La creciente intolerancia fue la consecuencia inevitable de tal apropiación. Una intolerancia que ha llegado al paroxismo en los grupos religiosos fundamentalistas judíos, cristianos e islámicos. Las consecuencias de violencia extrema que segregan tales grupos nos tienen a todos literalmente aterrados.
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3) La intolerancia política, que divide y enfrenta, no sólo a los partidos políticos, sino a países y naciones, grupos humanos, familias e individuos. Una intolerancia que lleva a los dirigentes políticos y sus secuaces a anteponer sus propios intereses a cualquier otro bien colectivo, produciendo situaciones de profundo malestar y odiosa convivencia ciudadana.
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4) La intolerancia social, que tanta violencia y tanta sangre ha hecho correr a lo largo sel siglo XX, con los consiguientes resentimientos, odios y heridas incurables que todavía arrastramos. En este caso, la posición social privilegiada desata los sentimientos y resentimientos del que se ve abajo, despojado de derechos fundamentales y, con frecuencia, tratado como un indeseable y hasta como un revolucionario peligroso.
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Cuando estas cuatro fuentes de intolerancia se mezclan, se funden y se confunden, el paraíso perdido se convierte en un infierno. Porque los intereses más bajos se disfrazan de valores e ideales altísimos. Con lo que el veneno de la intolerancia llega a ser mortal de necesidad. Sin duda alguna, el mejor regalo que nos podemos hacer a los demás es un gran lote de tolerancia.
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