por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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.(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Que yo sepa, nadie pone en duda la ejemplaridad de Jesús de Nazaret. Por eso se comprende el respeto que le tienen incluso los que no se consideran creyentes. Por supuesto, no faltan los "atrevidos" (con frecuencia ignorantes) que despachan un asunto tan serio como éste diciendo tranquilamente que Jesús no existió. Me parece superfluo y hasta frívolo discutir aquí una cuestión de la que, recientemente, un buen conocedor (laico) del tema (Frédéric Lenoir) ha escrito: "El único consenso verdadero entre los estudiosos, al margen de sus diversas orientaciones, es la certeza de la existencia histórica de Jesús". A lo que quiero añadir algo que dice este mismo autor: "En los casi treinta años que llevo estudiando filosofía e historia de las religiones, raros son los textos que me han sorprendido y conmovido tanto como los Evangelios por su profundidad y su humanidad". Y así es. La figura de Jesús es tan genial que, cuanto más se estudia, más impresiona.Y sin embargo, una de las cosas más notables que tiene este personaje es que, si nos atenemos a lo que dicen los relatos evangélicos, Jesús impresiona tan hondamente porque fue un hombre, no sólo "ejemplar", sino además (y sorprendentemente) fue también un hombre "escandaloso". Los evangelistas lo afirman repetidas veces y sin titubeos (Mt XI, 6; Lc VII, 23; Mt XV, 12; XVII, 27; XXVI, 31; Mc XIV, 27; Jn VI, 61; XVI, 1). Y san Pablo lo confirma (1º Cor I, 23; Gal V, 11). El Evangelio, por tanto, nos enseña que tendríamos que ser (como lo fue Jesús) personas "ejemplares", por nuestra forma de vivir, de hablar y de actuar. Pero también nos dice que no nos debe dar miedo resultar "escandalosos". Porque ambas cosas están claras en el Evangelio. La ejemplaridad y el escándalo.
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Digo hoy todo esto por un motivo concreto: desde el día en que empecé a publicar mis reflexiones, enseguida me di cuenta de que la conflictividad del Evangelio sigue adelante en la historia. Ya es arriesgado hablar de religión y exponer las propias ideas, sin trabas ni censuras, exponiendo las propias convicciones religiosas a los cuatro vientos. La religión es un asunto muy controvertido y ante el que mucha gente se apasiona, a favor o en contra de lo que oye. Por eso aquí hay que extremar la delicadeza, el respeto y la tolerancia. Pero también yo pienso que, en cualquier caso, uno no puede ser un cobarde o traicionar sus propias convicciones. Lo cual es tanto como andar siempre sobre el filo de la navaja. Supongo que esto (y mucho más) es lo que hizo Jesús. Y terminó sus días colgado como un maldito.
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Como es lógico, yo no pretendo equipararme a Jesús. Estoy demasiado lejos del ideal evangélico. Pero, en cualquier caso, hablo de esta manera porque la vida me ha enseñado, entre otras, éstas dos cosas:
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1) Tomar en serio el Evangelio es tomar en serio una auténtica "agonía", en el sentido etimológico de la palabra griega ágon = "lucha", en cuanto que afrontar la lectura y meditación del Evangelio es afrontar un auténtico combate. El combate interior que todos llevamos dentro de nosotros mismos y que inevitablemente salta a nuestras relaciones con la sociedad y con los demás.
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2) Con demasiada frecuencia ocurre que, cuando se expresan las propias convicciones entre gentes religiosas, pronto se da uno cuenta de que, en la mentalidad de muchas personas, se pueden poder en cuestión no pocas cosas de lo que dice el Evangelio; pero, para esas mismas personas, lo que no se puede poner en cuestión es lo que dice la jerarquía de la Iglesia. ¿Por qué será que, en la mentalidad de muchos creyentes, pesa más lo que dice la Iglesia que lo que dice el Evangelio?
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Digo hoy todo esto por un motivo concreto: desde el día en que empecé a publicar mis reflexiones, enseguida me di cuenta de que la conflictividad del Evangelio sigue adelante en la historia. Ya es arriesgado hablar de religión y exponer las propias ideas, sin trabas ni censuras, exponiendo las propias convicciones religiosas a los cuatro vientos. La religión es un asunto muy controvertido y ante el que mucha gente se apasiona, a favor o en contra de lo que oye. Por eso aquí hay que extremar la delicadeza, el respeto y la tolerancia. Pero también yo pienso que, en cualquier caso, uno no puede ser un cobarde o traicionar sus propias convicciones. Lo cual es tanto como andar siempre sobre el filo de la navaja. Supongo que esto (y mucho más) es lo que hizo Jesús. Y terminó sus días colgado como un maldito.
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Como es lógico, yo no pretendo equipararme a Jesús. Estoy demasiado lejos del ideal evangélico. Pero, en cualquier caso, hablo de esta manera porque la vida me ha enseñado, entre otras, éstas dos cosas:
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1) Tomar en serio el Evangelio es tomar en serio una auténtica "agonía", en el sentido etimológico de la palabra griega ágon = "lucha", en cuanto que afrontar la lectura y meditación del Evangelio es afrontar un auténtico combate. El combate interior que todos llevamos dentro de nosotros mismos y que inevitablemente salta a nuestras relaciones con la sociedad y con los demás.
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2) Con demasiada frecuencia ocurre que, cuando se expresan las propias convicciones entre gentes religiosas, pronto se da uno cuenta de que, en la mentalidad de muchas personas, se pueden poder en cuestión no pocas cosas de lo que dice el Evangelio; pero, para esas mismas personas, lo que no se puede poner en cuestión es lo que dice la jerarquía de la Iglesia. ¿Por qué será que, en la mentalidad de muchos creyentes, pesa más lo que dice la Iglesia que lo que dice el Evangelio?
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